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Tesis básicas (y olvidadas) sobre la democracia.


Columna de opinión escrita por Mauricio Merino para el diario El Universal


Lunes 27 de octubre de 2025


Mauricio Merino

La democracia es un régimen político basado en un conjunto de reglas, diseñadas mediante el diálogo y la deliberación pública permanentes, que garantiza el cumplimiento eficaz y transparente de derechos (y obligaciones) en condiciones de igualdad. La democracia no es solo aritmética de votos ni, mucho menos, un método para decidir quién manda y nada más.


El régimen más democrático no es el que suma más elecciones, sino el que establece y hace respetar los derechos fundamentales (que protegen a los más débiles); que respeta los derechos de las minorías; que evita la concentración de los poderes públicos; que obliga a la rendición de cuentas de quienes asumen la representación política; y que afirma la renovación periódica de sus poderes.


La democracia es un régimen que limita a quienes gobiernan, porque son mandatarios obligados por los derechos: pueden tener más o menos respaldo popular durante el periodo de su encargo, pero nada les exime de obedecer las normas de la convivencia.


En ella, el pueblo tiene la opción de participar en los asuntos públicos que le interesan o le atañen, para exigir el cumplimiento de los mandatos establecidos en las leyes y vigilar a quienes asumen la obligación de honrarlos. La participación ciudadana es tan amplia y libre como la voluntad de las personas que deciden emprender acciones colectivas, con seguridad, y sin más límite que los derechos de otros.


La democracia no establece metas, sino métodos. Quienes prometen resultados son las personas que encarnan de manera temporal la representación política en sus diversas expresiones, bajo la vigilancia y el contrapeso de las normas y de las instituciones que los controlan. Si no cumplen sus promesas, el pueblo siempre tendrá la opción de retirarles su respaldo y cambiarlos, a conciencia y sin derramar sangre.


Esos mandatos acotados y temporales se obtienen mediante el sistema electoral explícitamente diseñado para que la mayoría seleccione, entre opciones y programas diferentes, cuál considera más apropiado para legislar y gobernar durante un periodo establecido de antemano. Pero las elecciones deben ser libres, informadas e imparciales en su organización, sin sesgos, ni coacción, ni presiones sobre las y los ciudadanos registrados en el listado de electores potenciales. Las elecciones con resultados decididos de antemano, sin información y garantías plenas de respeto al voto contradicen y, eventualmente, matan a la democracia.


Los regímenes autoritarios se distinguen por la anulación de algunas o de todas las características que definen a las democracias. Pueden apelar al voto simulado, mientras corrompen e ignoran las reglas de la competencia; o pueden cancelar toda forma de pluralidad en nombre de una sola ideología y un solo liderazgo, como el fascismo de derecha o las autocracias de izquierda; o eliminarlo todo para establecer un régimen totalitario que puede llevar hasta la extinción del sentido de humanidad y singularidad entre los individuos, como lo documentó Hannah Arendt.


Quien pretenda defender la democracia tendría que empezar por defender los derechos vulnerados de la sociedad. Desde esa trinchera, tendría que oponerse de manera tajante a cualquier intento de burlar o eliminar la veracidad del voto; y buscar, con valentía y convicción, que las y los mandatarios del país se sujeten a las normas que los rigen y que rindan cuentas francas y verificables de lo que hacen (o no hacen) y reclamar las consecuencias de un mal desempeño.


La democracia no es la lucha por el poder a secas, sino el poder del pueblo a través de sus derechos. Quien defiende a la democracia no confunde estas tesis, ni supone que todo se reduce a la suma aritmética de votos ganados con argucias, trampas y dinero.



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Se evapora la promesa del


bienestar


Columna de opinión escrita por Pascal Beltrán del Río para el periódico Excélsior


Lunes 27 de octubre de 2025

Pascal Beltrán del Río

La economía mexicana está anémica. De 2018 a la fecha, el país ha experimentado un crecimiento notablemente bajo, reduciéndose a menos de la mitad del promedio anual de 2 por ciento registrado durante los tiempos que el oficialismo llama la “oscura noche del neoliberalismo”.


Es un desempeño insuficiente para una nación con las necesidades demográficas y de desarrollo de México. La consecuencia más cruda de esta inercia es que el PIB per cápita se encuentra actualmente por debajo de los niveles de 2018, lo que significa que, en términos reales y, a pesar de la retórica, el bienestar promedio de cada mexicano ha retrocedido.


Esto no es casualidad, sino resultado directo de la erosión de la confianza. Una sombra de incertidumbre económica planea sobre el país, alimentada por decisiones gubernamentales que han socavado la seguridad jurídica y la previsibilidad. El ejemplo paradigmático de este desatino fue la cancelación del proyecto del nuevo aeropuerto en Texcoco, una acción que, más allá del impacto directo en la infraestructura y las finanzas públicas, fue una señal inequívoca al capital nacional y extranjero: las reglas del juego pueden cambiar de la noche a la mañana por voluntad política, sin costo-beneficio que lo justifique. La inversión, el verdadero motor del crecimiento sostenido, se ha resentido de manera profunda y la ausencia de un crecimiento vigoroso se ha convertido en el principal lastre para el desarrollo. La confianza, una vez rota, es lo más difícil de restaurar en la economía.


El panorama futuro, lejos de ser alentador, augura una crisis de suficiencia para el Estado. Si las proyecciones más conservadoras se cumplen, y México crece este año entre 0.5 y 1.0 por ciento, y apenas por encima de 1 por ciento en 2026, será cada vez más complicado dotar al Estado de los recursos que necesita para cumplir con sus obligaciones y con las necesidades apremiantes de la población. Esta situación de escasez presupuestal se acentúa, aun cuando el SAT continúe apretando la tuerca a los contribuyentes cautivos y recurriendo a esquemas fiscales que, en los hechos, son nuevos impuestos, aunque se evite llamarlos así para mantener la promesa de no aumentar la carga fiscal.


La rigidez del gasto público es alarmante y compromete seriamente la viabilidad financiera del país. Para 2026, el gasto en pensiones y el servicio de la deuda absorberán un apabullante 75% de los ingresos del gobierno federal, de acuerdo con el proyecto de Presupuesto de Egresos. Esto implica que el margen de maniobra para atender asuntos prioritarios como la salud, la educación y la seguridad –pilares de cualquier sociedad funcional– se reduce dramáticamente.


De acuerdo con datos de la organización México Evalúa, en 2026, cada mexicano pagará en promedio 48 mil 732 pesos para cubrir los gastos de pensiones, intereses de la deuda y las aportaciones y participaciones a estados y municipios, los llamados gastos obligatorios. En contraste, apenas 17 mil 195 pesos por habitante se destinarán a financiar rubros clave como salud, educación, cuidados y seguridad.


Ante estas cifras, la pregunta es inevitable: ¿qué pasó con el crecimiento económico? La respuesta es simple y contundente: no se puede gastar lo que no se genera. Como bien dijo el exsecretario de Hacienda Antonio Ortiz Mena, para que haya una buena hacienda tiene que haber una buena economía. Las finanzas públicas no son un ente independiente, sino reflejo inexorable de la salud de la actividad económica y la capacidad productiva.


Mientras el gobierno sigue financiando su agenda a golpe de endeudamiento estructural y de una presión fiscal creciente, la falta de una política clara y consistente para fomentar la inversión productiva y la confianza empresarial condena al país a un estancamiento prolongado. El bajo crecimiento no es sólo una cifra macroeconómica en un informe: es la limitación palpable para mejorar hospitales, escuelas, carreteras y garantizar la seguridad. Es el factor que, de seguir así, hará insostenible la promesa de un Estado de bienestar, pues el Estado simplemente carecerá de los medios para financiar su propia existencia digna y funcional.



 
 
 

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