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El fin del otoño del dictador


Columna de opinión escrita por Antonio Navalón para el diario El Financiero


Jueves 20 de noviembre de 2025

Antonio Navalón

Hoy hace cincuenta años, entre el final de un día y el amanecer del siguiente, España despertó con la noticia que cerró una época: la muerte de Francisco Franco Bahamonde, caudillo de España por la gracia de Dios. Tras el agotamiento visible de su régimen, su fallecimiento obligó a revisar la huella que los dictadores imprimen en el carácter y la educación de un país. Es difícil medir esa incidencia, pero está ahí, incrustada en la memoria de quienes crecimos bajo su sombra.


Durante años —sobre todo en aquella España donde cada familia guardaba un muerto, un fusilado, un exiliado o un silencio doloroso— lo único verdaderamente común, más allá de la ley y el orden y del agradecimiento ritual al caudillo por haber “traído la paz”, era el miedo. Un miedo cotidiano, casi doméstico.


Todavía escucho a mis padres advirtiéndome, cuando iba al colegio o incluso cuando visitábamos al médico, que en casa “no se hablaba de política”. Éramos, decían, “gente de orden”. Y aquel país entero parecía obligado a serlo: un país que había convertido a Franco en “Generalísimo”, luego en figura providencial, y que había aceptado que, desde la sangre y el fuego, él imponía su versión de orden y de paz.


La primera vez que lo vi tenía siete años. Fue en la explanada de un colegio salesiano. Tres días antes de su visita, los curas nos hicieron ensayar formaciones interminables. Pasamos horas bajo el frío para mantener una postura marcial, golpes incluidos, porque el caudillo merecía disciplina y fervor. Aunque no entendí una palabra de su discurso, sí entendí —y lo sentí con una claridad que aún me estremece— el miedo a moverme, a romper la fila, a fallar. En aquel invierno, hasta la respiración parecía algo que había que controlar para no equivocarse.


Crecimos en esa continuidad. Los de mi generación nacimos, fuimos educados y nos desarrollamos en pleno franquismo. Recuerdo con absoluta nitidez la mañana del 20 de noviembre de 1975. Carlos Arias Navarro, el entonces presidente del Gobierno —ascendido tras el asesinato de Luis Carrero Blanco en 1973—, apareció en televisión, con lágrimas en los ojos, para pronunciar la frase que quedó grabada en la historia: “Españoles: Franco ha muerto”.


La muerte estaba anunciada, no solo por la edad del dictador, sino por las complicaciones que siguieron a una gripe adquirida después del 12 de octubre. Aquello derivó en un espectáculo público oscuro, agravado por disputas internas del régimen y por las expectativas del único yerno del caudillo, que parecía creer que tenía algún tipo de derecho a conservar la influencia y el poder que Franco estaba a punto de dejar atrás, guiado siempre por su lema predilecto: “Después de mí, las instituciones”.


El día era gris y frío. Yo trabajaba como secretario general de una revista cuya dirección anteriormente era llevada por Juan Luis Cebrián. El periódico “El País” aún no existía, aunque muchos trabajábamos ya en su gestación.


Tras una noche de conversaciones interminables sobre el futuro, sobre si el rey podría o no reinar, sobre el conflicto del Sáhara y el papel de Estados Unidos en la Marcha Verde, recibí una llamada: “Ha muerto”. Pregunté varias veces: “¿Quién ha muerto?”. Me respondieron: “Franco. Franco ha muerto”. En ese momento, cualquier cosa era posible. Había muy pocos demócratas en la cúpula militar y policial del régimen.


España había cambiado, pero arrastraba un sello indeleble. Aun así, el desarrollo económico de los años sesenta —clave para la posterior transición— y la decisión del rey, entonces heredero designado por el propio Franco, abrieron la vía para que España, por primera vez en cuatrocientos años, se asomara a la modernidad europea.


Ser dictador en España parecía casi un patrón histórico. Cada vez que había libertad, había desorden; y cada vez que había desorden, surgía la demanda de un “cirujano de hierro”. Franco, nacido en un entorno profundamente conservador y educado en la disciplina castrense, optó siempre por gobernar desde la fuerza y el miedo.


La gran pregunta, compartida por casi el millón de madrileños que acudieron al Palacio de Oriente para despedirlo, era: ¿qué iba a pasar? ¿Qué nos iba a pasar? ¿Qué permitirían los guardianes del franquismo? ¿Y qué papel jugaría un rey criado bajo la tutela del propio caudillo, moldeado casi a su imagen?


Para la transición hubo dos ventajas decisivas. La primera: el miedo era común en todas las familias españolas. Hablar de política seguía siendo casi clandestino, cargado de la memoria de fusilamientos y silencios. La segunda: Europa llevaba décadas analizando la brutalidad de la guerra civil. Aunque otros pueblos habían conocido la crueldad, España seguía ocupando, en esa trágica clasificación, un lugar sin competencia.


En esos días grises tras la muerte del dictador, el primer gobierno —todavía encabezado por Carlos Arias Navarro— demostró que, tras Franco, no existían instituciones reales. Lo esencial era quién y cómo conduciría el cambio. Y cómo el rey podría abrir la puerta a la democracia sin ser acusado de traicionar las leyes fundamentales del régimen que él mismo había jurado.


Entonces intervino una pieza clave. Torcuato Fernández-Miranda, presidente de las Cortes y figura decisiva del tardofranquismo, asumió un papel central. En julio, el rey nombró presidente del Gobierno a Adolfo Suárez, también procedente del Movimiento y considerado por muchos como un político menor. Nadie imaginó lo que vendría.


Suárez y Fernández-Miranda cumplieron su promesa. Suárez declaró en el Paris-Match que “asombrarían al mundo”. Y lo hicieron. La dictadura que había sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial, que había mostrado afinidades estratégicas con Hitler, Mussolini y el Japón imperial, inició un camino radicalmente distinto. La convocatoria al referéndum de la Ley para la Reforma Política —aprobada por más del 90% del electorado— fue el golpe maestro. Legitimó la transición y evitó que esta pareciera una traición del rey al franquismo.


Los días seguían fríos, pero algo había cambiado. El rey, con ese gesto característico de tocarse la sien para insinuar que de inteligencia tenía poco, y luego la nariz para decir: “Pero de olfato voy sobrado”; demostró una intuición política decisiva.


Esa mezcla de olfato, audacia y sorpresa permitió que España, tras la muerte de Franco, viviera un verdadero amanecer. La transición española se convirtió en modelo y referencia, especialmente para América Latina. Y con la apertura llegó también una poderosa corriente cultural —impulsada por el nacimiento de El País— que contagió el espíritu democrático en todo el continente.


Hay mucho más que decir, pero lo esencial es esto: con la muerte de Franco se abrió paso el sentido común. Fue la responsabilidad colectiva —del pueblo, sí, pero también de quienes tuvieron la inteligencia de colocarse al frente de él— la que logró que España pasara de una dictadura traumática y sangrienta a una transición democrática ejemplar.


La historia siempre se escribe sobre resultados. En este sentido, el resumen del caso español es sencillo. A estas alturas, pensar que Franco sabía lo que su heredero iba a hacer es solamente un ejercicio de imaginación imposible de resolver. Lo cierto es que su heredero, cuando tuvo los elementos para mantener los mismos poderes que había tenido el Caudillo de España intactos, renunció a ellos.


Fuera por olfato o por inteligencia, entendió que, si quería seguir siendo amigo de Valéry Giscard d’Estaing, de Henry Kissinger y de los principales gobernantes del mundo, tenía que convertir a España en un país democrático. Su mayor habilidad fue confiar esa tarea a su antiguo mentor, Torcuato Fernández-Miranda, artífice de la célebre operación “de la ley a la ley”, y a un político tan audaz como él: Adolfo Suárez.


Nada de eso habría bastado sin la colaboración invaluable del secretario general del Partido Comunista de España, Santiago Carrillo. Durante el franquismo, los más perseguidos, fusilados y reprimidos sin piedad fueron precisamente los comunistas. Los socialistas, salvo episodios muy puntuales —como en Asturias—, habían sido un referente más bien testimonial y con mucho menor nivel de represión.


El día en que Santiago Carrillo acordó con Adolfo Suárez que la única forma de convertir a España en una democracia plena era optar por un olvido temporal y un acto colectivo de perdón, comenzó a construirse el milagro español.


Carrillo y los comunistas de entonces, lejos de perseguir personalmente a sus propios verdugos, participaron activamente en solicitar el perdón para muchos de los responsables de torturas y represiones. Ese gesto, incomprensible para algunos y heroico para otros, fue una de las piezas clave en la transición.


La historia es larga, pero si hubiera que señalar un punto de partida, según yo, este debería ser el comienzo. Y el comienzo es que toda la obra —toda la transición— se explica a partir de un hecho fundamental que lo condicionó todo: el miedo y el perdón.


Si no hubiera habido perdón, habría habido revolución. Y entonces hoy estaríamos hablando de otro país, de otra historia, quizá de otra España. El segundo elemento fue el papel del monarca Juan Carlos I, que, ya fuera por intuición, por inteligencia o por una mezcla de ambas, supo estar a la altura de las circunstancias en cada momento decisivo.


Sin personajes como Adolfo Suárez, Santiago Carrillo, el inspirador legal Torcuato Fernández-Miranda y el acompañamiento político de líderes como Felipe González y tantos otros, jamás se habría producido lo que, sin exagerar, puede considerarse un milagro: la conversión de una dictadura en una democracia sin derramar una gota de sangre.



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Vueltas en mi cabeza


Columna de opinión escrita por Azucena Uresti para el diario El Universal


Jueves 20 de noviembre de 2025


Azucena Uresti

No he logrado sacar de mi cabeza la imagen de ciudadanos agrediendo a ciudadanos en esa manifestación del sábado, convocada presuntamente por un grupo identificado como Generación Z. ¿En qué momento los policías de la Ciudad de México albergaron tanto odio, tanta deshumanización para golpear así a personas que ya estaban sometidas —muchas de ellas inocentes de cualquier agresión—? ¿Cuándo esos mismos policías se volvieron carne de cañón para aquellos que buscan acallar las voces que exigen justicia? “Contención” no puede seguir siendo sinónimo de “represión”, ni “manifestación” de “violencia”.


En esa Plaza de la Constitución vimos puro dolor, todo causado por esa misma violencia que nos está consumiendo. Y esta, la marcha del sábado, fue un intento por renacer.


Señora Raquel, me duele que a sus 90 años llore la muerte de su nieto, Carlos Manzo. La vimos en su silla de ruedas en la capital del país exigiendo justicia por el niño, por su niño, asesinado en Uruapan. A 20 días de su ejecución, solo hay un detenido; Jorge Armando “N”, alias “El Licenciado”, uno de los autores intelectuales, dicen las autoridades. Pero usted quiere que investiguen a los políticos que querían quitarlo de en medio. Se quedó esperando a su nieto aquella noche de Día de Muertos: “Yo estaba cerca, y yo decía: ¿por qué no viene, si quedamos de vernos? Cuando me dijeron —que fue asesinado—, me empezó a temblar todo el cuerpo”.


Señor Gustavo, usted no ha dejado de llorar por su hijo Abraham, desaparecido hace un año y medio en Monterrey, Nuevo León. “No voy a descansar hasta encontrar a mi hijo. Yo le pido a la gente de Monterrey que me diga dónde está, si lo han visto, aunque sea anónimo, que me digan. No importa, aunque sea un huesito, que me regresen a mi hijo. Ha sido mucho tiempo con este dolor”, repitió usted en el Zócalo, luego de habérselo pedido a la secretaria de Gobernación, Rosa Icela Rodríguez, hace seis meses. “Aunque sea, entréguenme un huesito, un huesito para tenerlo conmigo… aunque sea un huesito que nos digan, para darle cristiana sepultura. No queremos guerra, no queremos violencia, queremos amor, porque creemos en ustedes”, suplicó.


Adrián, Julián, los Lebarón también estuvieron ahí pidiendo justicia, como no lo han dejado de hacer ni un solo día por sus nueve familiares asesinados, calcinados, entre ellos seis niños, bebés. “Yo marché ayer, no soy joven, soy un padre que tuvo que recoger con las manos las cenizas de lo que unos sicarios me dejaron de mi hija; también soy el abuelo que se quedó imaginando cómo crecerían mis nietos y les tuve que dejar guardados todos los abrazos”. Yo también pensé que cuando calcinaron a esos bebés el país iba a detenerse, a indignarse. No fue así. También como sociedad te hemos fallado, Adrián.


Javier Sicilia, el poeta. Recuerdo la primera vez que te entrevisté y al final te abracé, y en ese abrazo sentí tu dolor, pero también tu amor a México. Marchaste también con 14 años acumulados de dolor desde que mataron a tu hijo, Juan Francisco, junto con sus amigos. Siete vidas literalmente asfixiadas.


El bloque negro, los reventadores, las diferencias políticas no pueden oscurecer el dolor y la exigencia de justicia de estas y miles de víctimas más. Gracias a ellas por mantenerse en pie y por pensar, luchar y exigir que en este país algún día podamos vivir en paz.



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