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Fue una emboscada


Columna de opinión escrita por ​Ricardo Pascoe Pierce para el periódico Excélsior


Lunes 17 de noviembre de 2025

Ricardo Pascoe Pierce

De acuerdo con los manuales militares, una emboscada depende de cinco factores interrelacionados: sorpresa, ocultamiento, planificación detallada, campo de tiro favorable y seguridad. Todos estos elementos estuvieron presentes en el operativo preparado por el gobierno para emboscar la movilización de la Generación Z. Al tratarse de una operación minuciosamente planificada, se consideró el objetivo político: desprestigiar el movimiento y dotar al gobierno de una coartada para culpar a otros del suceso.


La preparación de la opinión pública antes del evento fue cuidadosamente diseñada desde la perspectiva de los estrategas oficialistas de ideología izquierdista. Se buscaba acusar al movimiento de tener un origen ultraderechista, incluso con vínculos internacionales. Era necesario sembrar dudas sobre una supuesta intencionalidad siniestra detrás de la convocatoria. Además, se aprovechó para desprestigiar al recientemente asesinado alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, e, increíblemente, para incluir a Ricardo Salinas en el complot. La Presidenta utilizó sus mañaneras para repetir estos argumentos durante toda la semana previa a la manifestación. Un elemento clave fue el llamado gubernamental a la CNTE para que comenzara a “calentar la plaza”. Convenientemente, se enfrentaron a los granaderos, aunque de manera controlada. Este ejercicio sirvió para justificar la presencia masiva de granaderos en la plaza. La marcha avanzó sobre Paseo de la Reforma de manera ordenada. Pero estaba acompañada por cientos de granaderos, posiblemente más de mil, que estaban listos para el operativo que se desarrollaría más adelante.


Posteriormente, se tendió una celada estructurada de modo que las columnas de manifestantes cayeran, inevitablemente, en la emboscada. El gobierno cortó todas las avenidas de acceso al Zócalo, de tal forma que las aproximadamente 200 mil personas fueron canalizadas hacia el estrecho embudo de entrada por 5 de Mayo, cerca de la esquina de la Catedral. El ingreso, por tanto, fue lento y retrasó la entrada de todo el contingente al centro. Muchos ni siquiera lograron acceder, pues rápidamente comenzó la siguiente fase de la emboscada, que incluyó gases lacrimógenos.


Una vez que un número importante de personas se encontraba en el Zócalo, grupos del supuesto Bloque Negro, organización alentada por elementos de la policía de la Ciudad de México, comenzaron a actuar atacando las vallas con la intención de generar una situación continua de violencia y caos. Mientras los asistentes legítimos al evento pedían a los violentos que cesaran sus ataques, entonando el Himno Nacional, el Bloque Negro incrementó la agresión. ¿Cuál era su objetivo? Evidentemente, crear las condiciones para que la policía interviniera masivamente en toda la plancha del Zócalo y disolviera la manifestación. Se pretendía reducir la presencia de personas para que el gobierno capitalino pudiera afirmar, como lo hizo, que eran “solamente 17 mil manifestantes”, como si esa cifra justificara la represión.


La emboscada y la represión funcionaron. La policía desalojó a golpes a todas las personas en el Zócalo, un tipo de violencia no vista en México desde el movimiento estudiantil de 1968 y el Halconazo de 1971. Cuando López Obrador ocupó la plaza en los años noventa fue tratado con tal condescendencia que incluso recibió millones de pesos para abandonar el lugar. Se comprende el enojo con los manifestantes, quienes coreaban “narcogobierno”, “Claudia, renuncia” y “Carlos no murió, el Estado lo mató”. Pero la preparación de la emboscada y la represión comenzó mucho antes de la marcha. Los convocantes de la Generación Z habrán aprendido al menos dos lecciones de esta experiencia. En primer lugar, se enfrentan a un gobierno dispuesto a reprimir violentamente los movimientos opositores con tal de mantenerse en el poder. El gobierno ha quedado desenmascarado. En segundo lugar, existe una masa crítica de millones de ciudadanos en todo el territorio nacional que rechazan la violencia y la corrupción gubernamental, y que apoyan firmemente un cambio democrático. Por estas razones, la marcha fue un éxito político.



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El gobierno ignora bajo su propio


riesgo


Columna de opinión escrita por León Krauze para el diario El Universal


Lunes 17 de noviembre de 2025


León Krauze

El viernes pasado al mediodía, mientras caminaba por un Zócalo bardeado y prácticamente desierto, me topé con una joven. Conversaba con un hombre mayor sobre el impresionante despliegue de seguridad alrededor de Palacio Nacional y la Catedral, un despliegue que crecería notablemente en las horas siguientes. Le pregunté qué pensaba. “Un Zócalo cercado dice más que cualquier argumento”, me dijo.


Es un resumen perfecto del momento que se vive en México. Como bien advertía ella, la reacción del gobierno ante las marchas del fin de semana es lo opuesto a un argumento. La presidenta de México dedicó varios días de la semana pasada a descalificar la marcha. Anunció una investigación desde el Estado. Recurrió al púlpito presidencial para dar a conocer la identidad de supuestos organizadores. En suma, empleó las herramientas de su investidura para amedrentar.


Durante el sábado, todo el aparato del régimen —incluida esa larga lista de supuestos periodistas, opinadores y académicos que alguna vez insistieron en la crítica al poder como requisito fundamental de su labor y que ahora no hacen más que defenderlo— se dedicó a abonar a ese ambiente de descalificación. Se burlaron de la edad de los participantes. Descalificaron sus preocupaciones y peticiones. Insistieron en aglutinarlos a todos en esa entidad amorfa, pero políticamente conveniente que es “la derecha”. Desecharon la posibilidad de que las marchas provinieran de un agravio auténtico y recurrieron a los sospechosos comunes como supuestos cerebros financieros de la operación. Se escudaron detrás de los (contados) actos vandálicos de siempre para tachar a los (muchos) manifestantes de violentos.


En efecto: todo eso, como el Zócalo bardeado (y los gases lacrimógenos), dice más que cualquier argumento.


La respuesta correcta desde el poder a marchas como la del sábado no debería ser la descalificación. La respuesta que realmente estaría a la altura de la promesa de renovación moral que estaba en el corazón del proyecto del gobierno actual sería, para empezar, la tolerancia, seguida inmediatamente del reconocimiento de las causas del descontento, del tamaño que sea. Un régimen que, además, es prácticamente hegemónico podría darse el lujo de arriesgar un poco de capital político para mostrar reconocimiento del malestar y tolerancia al descontento e incluso a la oposición.


En cambio, la reacción se ha concentrado en descalificar y desvirtuar.


¿Por qué?


La respuesta es evidente: porque lo que estaba en el fondo de aquella promesa de renovación moral era, en realidad, la persecución del poder y la perpetuidad de sus protagonistas en él. La izquierda, que por décadas marchó en las calles contra un régimen antidemocrático, debería ser la primera en poner el ejemplo de concordia. Quizá es mucho pedir. El fundador del régimen siempre leyó la vida política de manera binaria. Que sus descendientes y defensores lo hagan ahora no sorprende.


Pero que no sorprenda no significa que la polarización como estrategia no sea buena parte de la tragedia mexicana. Lo es.


Al final de cuentas, el régimen debería tener cuidado. La descalificación sistemática supone también una ceguera peligrosa: si insiste en que los manifestantes del sábado sólo merecen ser desdeñados e ignorados, los agravios genuinos podrían tomar al gobierno por sorpresa. “La población mexicana, o al menos la que está informada, ya está muy cansada”, me dijo la joven que encontré en el Zócalo. “Desapariciones, asesinatos, lo de Carlos Manzo, las madres buscadoras, la falta de medicamentos, el servicio de salud… todo eso causa indignación en muchos aspectos. Entonces, ya estamos cansados”.


El gobierno y sus corifeos descalifican voces como esta bajo su propio riesgo.



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