El Club de Scrooge
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Columna de opinión escrita por Sergio Sarmiento para el diario Reforma
Miércoles 24 de diciembre de 2025
Sergio Sarmiento
"Yo no disfruto la Navidad.
Yo la padezco y la he padecido
toda mi vida".
Germán Dehesa, 5.12.2002
Varias noches de diciembre de años ya archivados las pasé con Germán Dehesa en su casa barrocamente decorada para la Navidad. Nos sentábamos en un sillón, de esos tan mullidos que no permiten fácil escapatoria, él con un whisky, yo con una copa de vino. Compartíamos nuestras quejas de la Navidad mientras a nuestro alrededor sonaban los villancicos más empalagosos y su esposa, la entrañable Adriana Landeros, se convertía en maestra de ceremonias de un circo de tres pistas.
Germán no ocultaba su aversión por la Navidad. Una vez escribió: "Algo hay en el ambiente navideño que me irrita de drástica manera. Abomino los villancicos, no me gusta el pavo, detesto que me abracen los que todo el año me han odiado y la bella ceremonia de poner el árbol la tomo como un insulto personal". No en balde creó el Club de Scrooge, que yo tímidamente he pretendido continuar en Facebook.
En otra ocasión quiso explicar su actitud a unos lectores enamorados de las fiestas: "Que quede claro que la bronca no es con la Navidad en sí, ni con la conmemoración del Nacimiento y la resurrección de la esperanza. No. Lo que nos encebolla el hígado son los villancicos, los comerciales, el fruit cake, las borracheras y la antinatural obligación de abrazar a esos parientes que con tanto cuidado hemos logrado evitar a lo largo del año".
Mi propia incomodidad con la Navidad llegó sin darme cuenta. Como a todos los niños, me gustaba la celebración cuando consistía en recibir regalos. En la adolescencia me hice rebelde y rechacé los festejos que mis padres consideraban importantes. Me fui de casa joven y pronto dejé el país. Aprendí a pasar las Navidades solo, con un libro o alguna película, aunque no dejé de escoger a veces historias de temporada, como el Cuento de Navidad de Charles Dickens, con su inolvidable Ebenezer Scrooge, o El regalo de los magos, de O. Henry, sobre aquella joven pareja que se esfuerza en darse regalos navideños pese a la estrechez económica: Jim le compra a Della unas peinetas de concha para su largo y hermoso cabello, pero ella vende su cabello para comprarle una leontina para su reloj de oro, heredado de su abuelo y de su padre, que él ha vendido para comprar las peinetas.
Años después adquirí una casa junto a la de mi madre, Violeta, quien lamentaba que yo no pusiera árbol ni decoraciones navideñas. Poco caso hizo de mis "Pamplinas" y desprecio por la fiesta, y varios años, cuando yo no estaba, ponía series de foquitos navideños en un frondoso pino de mi casa que iluminaba por las noches para recibirme al llegar del trabajo.
En un principio mi madre celebraba la Nochebuena con una cena, como es habitual en México, pero dejó de hacerla porque sus hijos pasaban la velada en casa de las familias de sus parejas. Empezó a hacer una comida el día de Navidad, el 25, a la que todos acudíamos. Cuando las fuerzas empezaron a fallarle, yo asumí la responsabilidad. El 25 de diciembre de 2020 tuvimos la comida en mi casa, pero ella se quedó en la suya por primera vez porque se encontraba mal. Pasamos todos, uno a uno, a verla y a darle un beso. Supongo que decidió que, como ya se había despedido de todos, era tiempo de irse y lo hizo esa misma noche.
Sigo sin encontrar el espíritu navideño, pero la comida la hago todavía, ahora en la casa que fue de ella. Vienen mi esposa y mis hijos, mis hermanos, algunos sobrinos y amigos, la gente que más quiero. No somos religiosos, pero el festejo se ha vuelto indispensable. A veces me asomo y veo ese pino que mi madre adornaba con foquitos de colores para su hijo Scrooge. Debo confesar que a veces se me mete alguna basurita en el ojo... y se me llena de lágrimas.
· EN EL RITZ
Mientras aquí lo están buscando, Raúl Rocha Cantú andaba ayer en el Bar Vendôme del Hotel de Ritz, uno de los más caros de París. No se la pasan mal los acusados de delitos en México.
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Navidad y añoranza
Columna de opinión escrita por Xóchitl Gálvez para el diario El Universal
Miércoles 24 de diciembre de 2025
Xóchitl Gálvez
No hay compromisos más importantes para el 24 de diciembre. Los hombres se levantan de madrugada para ir a cortar ramas al cerro. En casa, las mujeres están listas para preparar las viandas que los familiares degustarán en la noche con motivo del nacimiento del Niño Jesús.
En vísperas de la Navidad, los hogares de Tepatepec viven un jolgorio. Los fríos penetrantes se sienten menos entre la calidez familiar. Los parientes de lejos, aquellos que buscaron oportunidades en ciudades, retornan a casa aunque sea por una noche. Las madres abren la puerta de su morada y ofrecen en su mesa lo mucho o poco que tienen. Al final, termina siendo un manjar.
Desde que tengo memoria, mis hermanas y hermanos participábamos en las tareas. Nosotras permanecíamos cerca del fogón limpiando ajos, haciendo buñuelos o colocando los coloridos faroles en la casa del tío Marcelino, quien siempre recibía a los integrantes de la familia Gálvez.
Luego de que los hombres llegaban de La Sierrita, las ramas se acomodaban en el patio de la casa, en forma de camino, rumbo a lo que nosotros conocemos como bóveda: una pequeña capilla que guarda un cristo antiguo de la familia Gálvez.
Conforme se iba acercando la noche, se percibía, además del olor de la leña, lo que estábamos por disfrutar: el pozole rojo, los tamales, el atole y el café de olla. De niña nunca entendí por qué, antes de cenar, teníamos que arrullar al Niño Dios durante dos largas horas sobre aquel camino de ramas. Pensaba que tardaba mucho en dormirse.
Mi parte predilecta de la celebración la recuerdo continuamente en estas fechas: convivir con mis papás y mis hermanos Ere, Maly, Héctor y Jaime y saborear el pozole con carne que mi mamá nos había servido en un plato de barro y sopeábamos con una cuchara de peltre. Era un privilegio.
Hoy las vísperas y la Navidad han cambiado. Mis papás ya no están y mis hermanos y yo pasamos las fiestas con nuestras nuevas familias. Ahora ya no visito la casa del tío Marcelino; me dirijo, el día de visita, a la cárcel donde está mi hermana Malinali desde julio de 2012.
A pesar de ser una fecha especial, solo tenemos permitidas unas horas para el encuentro. Comemos en una mesa de uno por uno. El alimento, que fue revisado minuciosamente en los filtros de seguridad, se comparte más tarde con aquellas mujeres que han sido abandonadas.
Es sabido que algunas personas que pasan las peores navidades son aquellas que se encuentran en duelo, están enfermas en el hospital o presas en la cárcel. Resisten al dolor, a la soledad y a la nostalgia. Las familias también son contagiadas del sentimiento de tristeza. Cuando reparo en ello, ahonda la pena. Por ello, me parece deleznable que integrantes de la 4T, entre ellas mujeres jóvenes, se burlen de la situación de mi hermana y la mía como familiar.
A ellos les digo que mi hermana está pagando una pena de 89 años en prisión. La juzgó una jueza sin tomar en cuenta las pruebas en su descargo. A nadie le deseo lo que mi hermana y nosotros como familia estamos padeciendo.
De lo que en ocasiones me siento responsable es de que, probablemente, su condena haya sido más alta por una revancha política contra mi persona, porque a sus supuestos cómplices los condenaron a 31 años menos que a ella. Seguramente nunca lo sabré.
Les deseo a todos ustedes, mis lectores favoritos, felices fiestas. Mis mejores deseos para ustedes y los suyos. Que se reúnan en familia y disfruten de su compañía. Yo estaré con parte de mi gente, y añoraré esos momentos de cuando niña disfrutaba, junto con mis hermanos, de ese delicioso pozole servido en mi plato de barro.
























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