El régimen corruptor
- Noticias Cabo Mil

- 15 sept
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Actualizado: 16 sept
Columna escrita por Jesús Silva-Herzog Márquez para el diario Reforma
Lunes 15 de septiembre de 2025
Jesús Silva Herzog
No era un buen diagnóstico con una mala receta. El nuevo régimen no identificó en ningún momento la naturaleza de la corrupción, la extensión de sus redes, sus facilidades institucionales. Su discurso empezaba en la prédica moral y terminaba con la esperanza del ejemplo redentor. La pureza del caudillo regeneraría la vida pública. No había tema que ocupara mayor atención en el discurso público. Se hablaba insistentemente de la corrupción como el peor de los males, como el origen de todas las desgracias de México. Se pontificaba sobre la urgencia de la purificación al tiempo que se destruían los mecanismos para evitar y castigar la corrupción. Toda la estructura de la sospecha institucional, todos los organismos que tienen a su cargo la alimentación de la desconfianza fueron anulados o destruidos.
El lopezobradorismo fue el gran beneficiario de la indignación que generaron los escándalos de corrupción del último PRI. Fue también usufructuario de los mecanismos ensamblados en las últimas décadas para exhibir y denunciar esos escándalos. Las instituciones autónomas que López Obrador terminó deshaciendo y las organizaciones de la sociedad civil a las que se empeñó en destrozar dieron impulso a su denuncia como opositor. Esas odiadas instituciones de transparencia descubrieron y exhibieron las corruptelas que terminaron por enterrar, no solamente al PRI, sino al régimen pluralista.
El gobierno que ofreció limpiar la casa terminó ensuciándola aún más. Los datos de Transparencia Mexicana que se divulgaron a principios de año lo dejaban muy claro. No ha habido peor registro de la percepción de corrupción en la historia del país que la que se retrató a fines del sexenio pasado. Después de una leve mejoría, los mexicanos veían más corrupción que nunca. No hay duda de que la Presidencia de López Obrador alentó la corrupción. La maldecía en el discurso y la fomentaba en la práctica. Fue enemigo de la opacidad, asignó a capricho la obra pública, protegió a sus amigos entregándoles diplomas de confianza y certificados de impunidad. Su partido hizo pactos con el crimen organizado. Transfirió un enorme poder a las instituciones más opacas del Estado mexicano. Los militares fueron los aliados favoritos del gobierno: receptores de un enorme poder y de abundantísimos recursos que utilizaron sin vigilancia alguna. No hubo una estrategia contra la corrupción porque solo hubo discurso contra la corrupción. Se hablaba de la moralización de la vida pública mientras se despreciaban las leyes y se destrozaban las instituciones.
El corruptor ostentó modestia y eso le permitió atravesar los largos años de oposición y sus seis años como Presidente con imagen de probidad. Escondió la corrupción del día denunciando las corruptelas del pasado. A un año de dejar la silla, los escándalos lo rodean por todas partes y la imagen se descarapela. No es solamente que los escándalos manchen a sus hijos, a sus hermanos, a sus colaboradores más antiguos y cercanos. Es que ha quedado al descubierto la farsa de su lucha contra la corrupción. No combatió la corrupción, sino que la expandió y la fundió con el nuevo régimen a partir de sus alianzas partidistas, la coalición con los militares y a través de la destrucción de todas las instituciones de vigilancia autónoma.
La trama del huachicol fiscal es síntesis perfecta de la estrategia corruptora. El control de los puertos y de las aduanas se le entregó a la Marina con el argumento de que ello terminaría la corrupción. En el discurso militarista los uniformados son sujetos moralmente superiores, mexicanos entregados al deber que no sienten tentación por los bienes materiales. En el momento de que los marinos se hagan cargo de los puertos, la corrupción termina, dijo el presidente López Obrador. La militarización se presentaba como atajo administrativo, como clave de eficacia, como vehículo de austeridad. Fue, además de una gravísima regresión histórica, un festín para la corrupción, como empezamos a ver. Apenas empieza a revelarse el impacto corruptor de la nueva autocracia.
La presidenta Sheinbaum se ve obligada a confrontar la herencia podrida de su antecesor. Imposible desconocer cuál es la fuente corruptora.
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55 años después
Columna escrita por Leonardo Curzio para el diario El Universal
Lunes 15 de septiembre de 2025
Leonardo Curzio
Hoy, que es el día nacional, considero importante, además de celebrar, pensar un poco en nuestra capacidad de producirnos a nosotros mismos, pero también de autoengañarnos. Pocos países en el mundo tienen la oportunidad de verse en varios espejos, como en esta coyuntura lo puede hacer México. Hemos organizado en los últimos 55 años tres mundiales de futbol y es, por tanto, como ejercicio introspectivo, útil pensar si nuestra capital, nuestro futbol y nuestro país están mejor que en 1970.
No diré mucho del país, porque es el tema de discusión más amplio, pero sí es bastante visible en la Ciudad de México. Creo que vemos el futuro con menos optimismo que en los 70. En aquellos años, los mexicanos miraban con orgullo su flamante Metro, su Circuito Interior y la “ruta de la amistad”, herencia de la Olimpiada. Teníamos el Coloso de Santa Úrsula, que podía albergar a más espectadores sentados que el Maracaná. El recinto donde se jugaría el Mundial era digno de admiración. 55 años después, el Mundial será exactamente en el mismo estadio con una remozada, pero el mismo al final. No hay Metro nuevo, ni grandes vías que a los capitalinos entusiasme. A cambio de eso tenemos una capital colapsada y con una infraestructura cada vez más apretada. Hasta la presidenta ha pedido reordenar el Centro Histórico.
Es muy difícil que alguien acredite que la Ciudad de México del 2025 es mejor que la de 1970, a pesar de que hoy tenemos democracia y gobiernos electos en las alcaldías, Congreso y muchas otras cosas que en aquellos tiempos no existían. Más democrática, sin duda, pero sigue siendo una ciudad pobre, desigual y con problemas estructurales, como el acceso al agua y el transporte público. Medio siglo no ha bastado para que la Ciudad de México se coloque en el lugar que muchos capitalinos creemos que merece. Pero todos tenemos claro por qué no hemos logrado el gran salto. La política clientelar se ha apoderado de la capital y el mismo grupo político se reproduce con resultados casi idénticos. No hay que esperar mucho de quienes llevan tantos años gobernando y siguen considerando que el espacio público es un tablero para repartir clientes y el presupuesto público una cuenta para desarrollar liderazgos.
Lo más intrigante es, sin embargo, lo futbolístico. El futbol es una pasión en este país y en 55 años no hemos logrado grandes cosas. Alguna selección juvenil nos ha dado la alegría, pero la selección sigue siendo una de las más mediocres a nivel planetario. Otros países en 50 años, como Argentina y España, han logrado conquistar copas del mundo. Italia ha tenido la gloria y el infierno. Brasil, con altas y bajas, vive siempre en el Olimpo. México, en cambio, enfrenta el desafío mundialista con una selección que genera más dudas que entusiasmo. ¿Por qué no logramos cambiar? ¿Qué tenemos en la estructura organizativa que no podemos transformar cualitativamente? El aficionado mexicano, igual que el ciudadano, se conforma con poca cosa; nadie pide que sean campeones del mundo, pero no tener que justificar un 0-0 con Japón o un 2-2 con Corea y plantearlo como una gran proeza, es burlarse de la gente y apostar a su infinita credulidad.
55 años son muchos como para mirarnos en el espejo y decir que, como generación, ni en política, ni en futbol, salimos del subdesarrollo. En la selección siguen los ratones verdes y en política los logreros, hoy vestidos de guinda.
¡Ay!, México, México, México, para leer entre líneas, como decía Mojarro.






















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